29 abril 2009

Felicidades...


Esta noche, para variar, no voy a dedicar estas líneas a corruptos amorales, presuntos eternos, castigadores de lo público, cínicos fariseos, comisionistas de tres al cuarto, hipócritas trincones de arca pública, apóstoles apocalípticos y otras malas gentes que, día a día, nos confirman el tipo de seres humanos que no queremos llegar a ser.

Hoy estas lineas, sin que sirva de precedente, están dedicadas a una gran amiga que cumple años y con la que a lo largo de todos estos años he compartido muchas alegrías y alguna que otra pena. Va por vos... (Dedicado a ella y en recuerdo de esa monja que tanto la puteó en el cole y de la que tanto nos hemos reído... lo siento sor... somos de pensamiento zurdo)

Recuerda... nunca... nunca dejes de sonreír y acuérdate siempre de Benedetti... Un besote enorme... y gracias por estar ahí.
El catecismo me enseñó, en la infancia, a hacer el bien por conveniencia y a no hacer el mal por miedo. Dios me ofrecía castigos y recompensas, me amenazaba con el infierno y me prometía el cielo; y yo temía y creía.

Han pasado los años. Yo ya no temo ni creo. Y en todo caso, pienso, si merezco ser asado en la parrilla, a eterno fuego lento, que así sea. Así me salvaré del purgatorio, que estará lleno de horribles turistas de la clase media; y al fin y al cabo, se hará justicia.


Sinceramente: merecer merezco. Nunca he matado a nadie, es verdad, pero ha sido por falta de coraje o de tiempo, y no por falta de ganas. No voy a misa los domingos, ni en fiestas de guardar. He codiciado a casi todas las mujeres de mis prójimos, salvo a las feas, y por lo tanto he violado, al menos en intención, la propiedad privada que Dios en persona sacralizó en las tablas de Moisés: No codiciarás a la mujer de tu prójimo, ni a su toro, ni a su asno... Y por si fuera poco, con premeditación y alevosía he cometido el acto del amor sin el noble propósito de reproducir la mano de obra. Yo bien sé que el pecado carnal está mal visto en el alto cielo; pero sospecho que Dios condena lo que ignora.


Eduardo Galeano


Por cortesía de Verónica Leiva Berríos